Por Pegaso
“El Pirata de Culiacán” era un jovenzuelo descarriado.
Siendo un niño, sus padres lo abandonaron en la casa de su abuela. A los 14 años se fue a las calles para ganar dinero de lo que fuera. Empezó a subir sus actividades en redes sociales donde generalmente era el hazmereir de las gentes que frecuentaba.
Poco a poco, por su actitud majadera, rebelde e irrespetuosa que tanto gusta a los youtubers y demás adictos a las redes sociales, se fue haciendo de seguidores.
Pronto la fama se le subió a la cabeza, sus amistades se fueron haciendo cada vez más peligrosas y las fotografías y videos, más imprudentes e irrespetuosos.
En el último de ellos ofendió gravemente a uno de los jefes criminales más temidos del país, el líder del Cártel Jalisco Nueva Generación. Sicarios de ese grupo delictivo fueron hasta donde estaba, en el interior de un antro de mala muerte donde, como todos los días, se emborrachaba con unos amigos, y dispararon varias ráfagas sobre su persona.
Triste ejemplo de lo que muchos jóvenes están viviendo.
La historia típica es aquella donde existe una familia disfuncional, en una colonia marginada, con problemas de dinero y peleas interminables entre los cónyuges.
El niño, de apenas unos años de edad, empieza a darse cuenta de la clase de vida que le tocó vivir. Crece entre gritos, manotazos, golpes, carencias y enfermedades.
A los ocho, nueve o diez años, de camino a la escuela, ve pasar por la calle de su casa a los malandros del barrio, con una buena nave, varias mujeres hermosas acompañándolos, joyas en el cuello y manos, armas largas de fuego y una actitud prepotente.
Ese es el modelo que lo seduce, que entra en su mente y que ya jamás saldrá. Con el paso de los años, deja la escuela y se empieza a juntar con otros chavos de su misma condición. Arman una pandilla o se hacen punteros y luego se dan cuenta que con el uso de la violencia y la intimidación pueden obtener lo que quieran sin mucho esfuerzo.
Ya de jóvenes, pueden ascender dentro de la organización criminal, hasta convertirse en sicarios, o en jefes de plaza.
“El Pirata de Culiacán”, sin embargo, no tenía ni siquiera la capacidad suficiente para formar parte de la delincuencia organizada. Era más bien una especie de bufón.
Sus mismos seguidores lo animaban y lisonjeaban cuando aparecía, por ejemplo, posando con una pavorosa ametralladora, su gorra con muchas piedras y su camiseta de la santa muerte o con una hoja de mariguana.
Creyó que todo lo podía, así que se le hizo fácil ofender en las redes sociales a un poderoso barón de la droga, con los resultados ya descritos.
¿Por qué relato todo esto? No es solo por la moraleja de que se debe cuidar mucho lo que se dice cuando anda uno metido en el submundo del crimen. Cualquiera puede ofenderse, sobre todo, si se trata del temible jefe de un sanguinario cártel.
Lo digo por todos esos niños que viven en colonias proletarias, con familias disfuncionales.
En el 2012, estudiantes de Criminología de la Unidad Académica Multidisciplinaria Reynosa-Aztlán, hicieron un estudio para ver el impacto de la cultura del narco entre niños de quinto y sexto de primaria.
Eligieron un grupo de varias escuelas y los resultados fueron perturbadores: La mayoría de esos niños se identificaban con grupos musicales que interpretan narcocorridos, preferían los vehículos utilizados por la delincuencia organizada y se sentían subyugados por las armas tipo cuerno de chivo.
No todos los jovencitos de las barriadas tienen ese destino, pero sí una cantidad estadísticamente importante.
Está en las manos de los propios padres de familia evitarlo, pero también de los gobiernos. No basta hacer plazas de bienestar o programas que suenan muy bonito. Hay que seguir trabajando en la educación, porque solo de esa manera se romperá ese círculo vicioso que nos ha llevado a ser uno de los países del mundo más violentos, aún sin estar en situación de guerra.
Con esta reflexión de año nuevo los dejo con el refrán estilo Pegaso: “Posterior a la defunción del infante, a bloquear la hoquedad”. (Después del niño ahogado, a tapar el pozo).