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Al Vuelo-Crisálida

por Joel Cárdenas

Por Pegaso 

Inocencio López se miró una y otra vez en el espejo. 

            La figura reflejada no le agradaba ni poquito.  Y no era para menos: su pelo era negro e hirsuto, su frente estaba surcada por gruesas líneas, su nariz era prominente y aceitosa, sus cachetes eran belfos que colgaban ridículamente, y sus dientes…, sus dientes amarillentos, desordenados y ralos. 

            Su cuello semejaba al de una añosa tortuga.  La piel descamada y con tono mortecino lo hacía parecer un cadáver ambulante. 

            El abdomen era prominente, voluminoso.  Las piernas escuálidas, los glúteos, inexistentes,  Su velludo pecho estaba coronado por dos gigantescos y gelatinosos senos.  Ginecomastia, le llaman a esta condición. 

            Con resignación volvió la espalda al espejo y se dirigió a un chifonier donde guardaba su colección de revistas pornográficas. 

            Tomó varias.  Se recostó en su cama y comenzó a hojearlas, mirando atento las figuras gráciles de las mujeres que posaban sin pudor alguno, mostrando sus generosos pechos, sus breves cinturas y las caderas contundentes. 

            Inocencio, a pesar de su extrema fealdad, adoraba la figura femenina y eso lo demostraba ante sus amigos, cuando celebraban alguna tardeada en su espacioso departamento. 

            Tomaba su guitarra y la estrechaba contra su pecho, como si fuera la más hermosa de las mujeres, y después le arrancaba melancólicas notas. 

            Jamás se le conoció un romance porque evitaba el contacto con el género femenino por temor al rechazo. 

            Recostado en la almohada, pronto fue vencido por el sueño. 

            Despertó con hambre.  Se dirigió a la alacena y tomó algunos huevos.  Agarró la cacerola que colgaba sobre la estufa y se preparó un omelet de tocino con queso manchego.  Lo acompañó con un gran vaso de chocolate y varias piezas de pan blanco. 

            Luego de almorzar se fue al baño para el diario aseo.  Se quitó la ropa con desgano. 

            Tomó el jabón de la pequeña repisa y se lo untó en la cabeza.  Sus dedos sensibles notaron un ligero cambio.  Un cambio que jamás esperó: el pelo era más suave que antes.  Pasó su mano por el pecho izquierdo y lo sintió un tanto más firme.  Sus piernas y pantorrillas también se sentían diferentes.  Como más duras, más llenas. 

            En la oficina gubernamental en donde era director de área, sus compañeros de trabajo lo vieron llegar sin prestarle mayor atención.  Se sentó en su cómodo sillón, se reclinó resignadamente y empezó a firmar la pila de documentos que ya estaban en el escritorio. 

            Un día más.  La misma rutina. 

            Llegó a su departamento y se tumbó en la cama, cansado por el diario trajín. 

            A la mañana siguiente, luego del baño se plantó ante el espejo de cuerpo completo que tenía en su recámara. 

            El abdomen, a pesar de que aún lucía voluminoso, se había reducido de tamaño, los pechos lucían ligeramente levantados y el cabello lo tenía más claro que el día anterior.  Sus piernas estaban diferentes, pero lo que más le extrañó fue que su pene era casi de la mitad de su tamaño normal. 

            Su rostro empezó a tomar un tono más natural, tirando a moreno.  Su nariz, antes aguileña y roma se había afilado y sus cachetes ya no parecían los de un cerdo. 

            Se alegró para sí. 

            A sus treinta y cinco años había desperdiciado su vida en una solitaria y fría existencia, carente de afecto. 

            Tomó su abundante desayuno y salió rumbo a la oficina. 

            Acostumbrados a su apariencia burda y torpe, algunos de los empleados notaron el cambio en su fisonomía: ¿Qué se hizo, licenciado López? ¿Fue con el cirujano plástico? 

            No dio respuesta a las preguntas y se enclaustró en su oficina. 

            Al día siguiente, su pelo era sedoso, le creció varios centímetros y se aclaró aún más.  Ya no tenía papada ni colgajos de piel en las mejillas. 

            La frente se le había suavizado, la panza mermó y los glúteos se inflaron un poco. 

            El espejo no mentía.  El cambio era real. 

            Caminó hasta su automóvil con un contoneo y se introdujo en él.  En la oficina se habían desatado los rumores.  Definitivamente el licenciado López se sometió a una lipoescultura, decían. 

            Una semana después, despertó sobresaltado. 

            Se dirigió al espejo y la figura que le devolvió la pulida superficie lo llenó de asombro. 

            Su pelo era largo, rubio, lacio, sedoso…, su nariz pequeña y puntiaguda, sus labios carnosos y frescos, sus caderas amplias y sus nalgas perfectas. 

            Su pene había desaparecido y en su lugar había un triángulo de fino y ensortijado vello que se perdía entre los muslos. 

            Se tocó, se acarició, se besó a sí mismo.  ¿Era aquello posible?¿Se trataba de un sueño cruel? 

            Inocencio renunció a su trabajo de burócrata, se calzó un vestido entallado y provocativo, y se fue a un cabaret a disfrutar su nueva condición de mujer hermosa. 

            Fue conocido desde entonces como «Crisálida, la Diosa de la Sensualidad». 

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